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En memoria a Sebastián Miranda

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Funcionalismo inútil

MARCOLINA DIPIERRO

La casa, que perteneció a su familia durante muchos años, era suya. La tradición es directamente proporcional a la altura de sus techos y sus materiales, el mármol y el hierro, soportan ese peso de generaciones que han vivido en...

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La casa, que perteneció a su familia durante muchos años, era suya. La tradición es directamente proporcional a la altura de sus techos y sus materiales, el mármol y el hierro, soportan ese peso de generaciones que han vivido en ella. Todavía pueden leerse la sigla “NK”. Letras muertas. Más bien, testigos silenciosos del paso de la historia. Letras que han perdido el aliento y persisten inútiles en la chapa de metal viejo con tornillos gastados que giran en falso. Como la ene y la kaque asoman tímidas desde la Buenos Aires de los años treinta, cuando Nordiska Kompaniet funcionaba allí y vendía muebles de estilo clásico a la aristocracia porteña.
Aunque no supo qué hacía ahí el par ilegible pero tampoco le molestaba, decidió convivir con ese pedazo de historia incrustado en la pared del frente. Cuando la heredó, con ella algunos de sus muebles. Una mesa, la silla, una bañadera, cortinados y un sillón eran parte de ese mobiliario que podía contar historias con solo un poco de atención a sus tapizados y pasar la mano, apenas, por la madera y las telas.
A la última descendiente de los Dipierro, abolidos todos los títulos nobiliarios y sobre todo, la fortuna deshecha en malos negocios, apuestas insólitas, separaciones y rupturas, sólo le quedó la casa con ese mobiliario excéntrico, pasado de moda. Había leído en Adolf Loos una clave y también, el fracaso:
Por lo tanto, ni siquiera se le cruzó por la cabeza el destino de remate, de venta en lote, para sacarse de encima casi más de un siglo de ornamento.
La jirafa es un caballo alargado por la curiosidad, le susurró al oído Total de
greguerías, el libro de Ramón Gómez de la Serna estaba en unos estantes. En él había leído las genialidades de su autor: las inversiones lógicas, las asociaciones libres, contrapuestas y ligadas. Entre sus preferidas, la de la jirafa pero además le gustaban mucho “el psicoanálisis es el sacacorchos del inconsciente” y “la O es la I después de beber”. En otro estante estaba Alicia, a través del espejo en la versión inglesa con las ilustraciones de John Tenniel, bibliografía indispensable para esta clase de situaciones. Se acordó de Jabberwock, ese gran poema sobre el sinsentido de Lewis Carroll, pero, sobre todo, de Humpty Dumpty y su áspero diálogo con la niña:
Descubrí lo siguiente, –escribe el arquitecto austríaco en 1908–, y lo
comuniqué al mundo: la evolución cultural equivale a la eliminación
del ornamento del objeto usual. Creí con ello proporcionar a la
humanidad algo nuevo con lo que alegrarse, pero la humanidad no
me lo ha agradecido. Se pusieron tristes y su ánimo decayó. Lo que les
preocupaba era saber que no se podía producir un ornamento nuevo.
Marcolina, tal era el nombre de esta Dipierro, se sentía un poco Alicia. Las
paredes del castillo de Montevideo al 1700, ahora el suyo, también estaban
hechas de madrigueras.
Entonces, su primer acierto fue aceptar la posibilidad de que los objetos pudieran hablarle. Eso fue crucial para lo que vino después. La heredera fue la elegida y supo estar a la altura de su papel.
Cansados de ser iguales a sí mismos, hartos de estar en las mismas posiciones, desencantados de funcionar del mismo modo, los objetos de la casa se liberaron de su forma. Abandonaron sus lugares e intentaron nuevos. Dejaron de lado para lo que servían y se quisieron volver otros. Salirse de esto no fue fácil. Querían escapar de ese designio quieto, estable, que es la esencia de los objetos inanimados. En esa revelación estaba el secreto de la supervivencia.
Sólo quedaron de pie, aquellos muebles que ignoraron estoicos la banalidad del decorado. Muebles independientes de sus funciones, libres y poderosos.
El segundo acierto fue la alquimia de su arte. Estiró, alargó, sometió y oprimió.
Los que estaban en el piso, los colgó del techo. Los que eran pequeños, los
transformó en grandes. Todos funcionaban y servían para algo. Nada de esto ahora es posible. El nuevo ser del mobiliario dejó de ser funcional a la función. Se volvió loco de redundancia. La desnaturalización del sentido común fue la cota cero de su experimento. Líneas puras, formas simples y estructurales. El cosito del coso. Cosas sin nombre, listas para renacer con todo su esplendor. Las ruinas disfuncionales del mobiliario heredado hoy se visten de gala. Se inventan y se ríen de aquellos otros que creyeron ser únicos en su ser mobiliario.
Pensó en ese pobre hombre que no entendía a Odradek. Ni siquiera sabía el
origen de su nombre, ni identificar la morfología de su cuerpo. Algo no humano, mitad máquina, mitad pieza de arte, que lo desvelaba. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.
Una posible versión femenina del preocupado padre de familia del relato de Franz Kafka. Ahora ella, tampoco, sabe qué hacer con esa descendencia deforme. No tiene idea de cómo arreglárselas con esas formas que enloquecieron al nombre.

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MARCOLINA DIPIERRO